Un diente de león
de redondo amarillo y sol de dicha,
y el largo tallo del gozo al cielo
-del corazón amante,
que amasa de oro
el pan del prolongado suspiro-,
infinito se insinúa
y se ofrece al cabo,
insólito, primaveral, rejuvenecido.
Un sonriente diente de león
se cimbrea como espigada locura,
encaramado en el suave y noctámbulo rocío,
cual preludio, acicate y escabel del día.
Así emerge de borbotón del pecho,
enhiesto de erguida gualda
y aderezado anhelo,
y te sueña con sus pétalos impares,
¡ay!, y entre dorados velos.
Allí se anuncia y te pretende
haciendo vibrar su cántico, su vuelo,
rubio y brillante, embelesado.
Y así, estirado, cascabelea
apuntando a la aurora de tu pelo,
lugar de arrebato y de belleza,
tu cabello altivo, que perfuma el firmamento.
Un diente de león, heraldo tuyo,
súbito como el astro de un cometa
nació del palacio del latido.
Y muda, y se transforma,
y acontece cual redondez de plumas
que han de peregrinar en lo sutil y presentido...
Y con la brisa del amanecer
lleva desvelos enamorados.
Desvelos que germinan eternidades.
Eternidades que germinan latidos,
alternando sosiego y algarabía,
beso y caricia, abrazo y sonrisa,
en una inacabable inquietud maravillosa.