En nada quedará después de haberse dormido, en un sordo ruido -porque al rasgarse suena- de niebla que se aleja. Tal vez hace siglos, una noche como ésta, un colmillo centelleara en la boca de un lobo y su resplandor cegaría, mas no dejó su cicatriz en la memoria. Así estos versos morirán si no hay ojos que los celebren, aunque haya muerto su eco mañana. Pero esta noche -¡esta noche!- refrendarán los labios como un aullido y recorrerán la tierra. ¡Que se adelanten a la victoria del tiempo!, a ese ovillo de cosas olvidadas.
Don de la ebriedad
Siempre la claridad viene del cielo;
es un don: no se halla entre las cosas
sino muy por encima, y las ocupa
haciendo de ello vida y labor propias.
Así amanece el día; así la noche
cierra el gran aposento de sus sombras.
Y esto es un don. ¿Quién hace menos creados
cada vez a los seres? ¿Qué alta bóveda
los contiene en su amor? ¡si ya nos llega
y es pronto aún, ya llega a la redonda
a la manera de los vuelos tuyos
y se cierne, y se aleja y, aún remota,
nada hay tan claro como sus impulsos!
Oh, claridad sedienta de una forma,
de una materia para deslumbrarla
quemándose a sí misma al cumplir su obra.
Como yo, como todo lo que espera.
Si tú la luz te la has llevado toda,
¿cómo voy a esperar nada del alba?
Y, sin embargo -esto es un don-, mi boca
espera, y mi alma espera, y tú me esperas,
ebria persecución, claridad sola
mortal como el abrazo de las hoces,
pero abrazo hasta el fin que nunca afloja.
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