domingo

λαβύρινθος [α]

       El juego del escondite para un sólo jugador. Es éso que llevamos impreso en la corteza cerebral, delicadamente oculto y elaborado como algo obvio. Y adentro, más profundamente, en la mielinización de nuestras evoluciones celulares, un enredo neuronal que confeccionamos con tanta minuciosidad como falta de sentido común. Y afuera, en la piel, lo llevamos marcado en el barullo de la yema desnuda de los dedos, en las lunáticas ubicaciones de las pecas. Y en las puertas de acceso entre lo interno y lo externo, rubrica las firmas de nuestros sentidos: tal o cual oreja, tal o cual nariz y boca, tal o cual iris y particular retina es un alboroto que llamamos rasgo distintivo, único. Es nuestra huella, el rastro que dejamos en el mundo, con el que incorporamos al mundo dentro de nosotros y a través del que nos ofrecemos, es ésto mismo.
       Laberinto -λαβύρινθος- es el descubrimiento de la identidad, ese vestigio de la esencia. Una semblanza del viaje de la luz hacia la luz original. Nada más observar este arquetipo llegamos a un conocimiento exacto de la experiencia humana, ésa aventura. No por nada, el final de cada laberinto está en su centro mismo, el corazón, y en él se colocaba un espejo o una fuente serena en la que reflejarse: ofrecía por tanto el conocimiento puro de uno mismo.
       Un mito, la leyenda de tal o cual héroe suele tener mucho de periplo. La búsqueda de lo que se presiente o debe confirmarse es el meollo que propicia, impulsa el camino: encontrarse con el destino. Éste parece el enigma iniciador del laberinto: ¿Qué hacer, para ser plenamente quien soy? A veces hay un descenso, un abismo; a veces un ascenso, una cima. A veces pruebas y más pruebas que intentan confundir en el caos, juzgando la libertad que, para el laberinto, es también el diamante de su victoria: qué hacer con la responsabilidad personal. Las complejidades siempre comienzan en la posibilidad de elegir, por éso nunca es fácil nada que merece la pena.
       Para nosotros, los nictonautas, el punto crucial a la hora de hablar del laberinto está en Borges. Él se fascinó, se obsesionó con esta figura que enfrenta al viajero contínuamente a la destrucción, pero también a la creación de sí mismo. Un viajero como pueda serlo cualquiera de nosotros. Indudablemente la forma de matriz del laberinto borgeano tiene ésa consecuencia lógica -la posibilidad de gestarse de nuevo como en el claustro materno, donde la entrada es la única salida-, pero recordemos que en uno de sus cuentos (el de los dos reyes) nos enfrenta también con otro laberinto absoluto: el inmenso desierto. Personalmente me maravilla la capacidad de Borges para inmiscuirse en lo secreto y llevarnos con él en su éxodo, dentro del alfabeto divino, hacia el א (aleph). El laberinto, que va mucho más allá de lo meramente tridimensional, tiene una cuarta cualidad: la del tiempo. El tiempo es una maraña. Un desconcierto que lo existente va recorriendo para llegar de su Principio a su Fin, una tela de araña. Pero si todo fue iniciado y creado por la Palabra, entonces la solución de este laberinto pasa por la revelación de la palabra. Ésa es nuestra esperanza: desentrañar la palabra. La palabra es el arcano, el misterio, la aventura... que puede transformarnos tanto que olvidemos quienes fuimos, destruirnos, re-crearnos. Como escritor, Borges se creó a sí mismo en una compleja situación, ¿verdad? Quizás por éso prefería no salir de la identidad de lector -muy aristotélica-. Le agradecemos que nos quisiera acompañándole y le reconocemos el mérito de haber viajado bien, de haber viajado lejos.
       Otros verán en este atolladero una repetición del universo. Un microuniverso idéntico en todo al universo, si quieres. La matemática fractal ha renovado la figura del laberinto como un lugar de recorridos infinitos. Los nuevos modelos geométricos y algebraicos nos aproximan una nueva realidad de laberinto, en los cuales es perfectamente posible la dimensión infinita suscrita a un sólido con volumen determinado y finito. Los reflexo-terapeutas, por ejemplo, dirán que nos repetimos completamente como los fractales, en cada sección de nuestro cuerpo, los pies, las manos, los pabellones auriculares, la nariz, el iris... Los genetistas dirán que incluso en cada célula hay vestigios de nuestra identidad plena, el ADN, que es otro laberinto... Si tendrá razón Platón cuando decía que el Demiurgo geometriza.
       Pero ésto sólo son apuntes. Cuando se trata de introducirse en la noche como lo haría un sacacorchos necesitamos algo mucho más instintivo. Nosotros estamos en él, lo vivimos desde el interior, ya vamos tocando sus paredes de aire, sus nocturnas escamaciones de viento. Ya lo sentimos moverse alrededor... Vaya que si lo sabemos.



M C Escher - "Corteza"



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