El silencio de cada cicatriz

                     es una carta de amor. Lo que no tiene de venturoso lo tiene de claro, de trazo definido, brutal. La marca de una caricia elevada al látigo es deslumbrante, cercana, el dolor pertinaz hecho memoria sin olvido. ¿Puede haber un canto más hermoso que éste de expresar cuánto nos hemos curado de lo que vivimos? Pero sabemos que el amor tiene todos los rostros, más los rostros de lo que jamás le concedimos; y, cómo no, que al caminar recorremos las costuras del amor en el mundo, nuestro costillar marcado. Y también bendito. Porque sigue buscando el amor que en él anida como en un laberinto, el que por la mano de Dios nunca le fuera arrancado ni dividido, ni separado para habitar la tierra como vestigios, como recuerdos que se persiguen, enloquecidos.

Canción de amor.

¿Cómo sujetar mi alma para
que no roce la tuya?
¿Cómo debo elevarla
hasta las otras cosas, sobre ti?
Quisiera cobijarla bajo cualquier objeto perdido,
en un rincón extraño y mudo
donde tu estremecimiento no pudiese esparcirse.

Pero todo aquello que tocamos, tú y yo,
nos une, como un golpe de arco,
que una sola voz arranca de dos cuerdas.
¿En qué instrumento nos tensaron?
¿Y qué mano nos pulsa formando ese sonido?
¡Oh, dulce canto!

   Rainer Maria von Rilke.

       Nictonautas, las cicatrices de la noche son para el que pueda besarlas. Su silencio, en cambio, es la partitura de una oscura nictomaquia, suavemente tañida, que entre obsoletas constelaciones surca nuestros propios enigmas.
       Para hablar de la cartografía estelar de la nictomaquia os emplazo, queridos míos, a una noche cerrada en invierno: veremos así mejor las estrellas que llevamos dentro.